domingo, 16 de junio de 2013

Los tres cerditos


En un ancho valle vivían tres pequeños cerditos, muy diferentes entre sí, aunque los dos más pequeños se pasaban el día tocando el violín y la flauta. El hermano mayor, por el contrario, era más serio y trabajador. 


Un día el hermano mayor dijo: - Estoy muy preocupado por vosotros, porque no hacéis más que jugar y cantar y no tenéis en cuenta que pronto llegará el invierno. ¿Que haréis cuando lleguen las nieves y el frío? Tendríais que construiros una casa para vivir. 



Los pequeños agradecieron el consejo del mayor y se pusieron a construir una casa. El más pequeño de los tres, que era el más juguetón, no tenía muchas ganas de trabajar y se hizo una casa de cañas con el techo de paja. El otro cerdito juguetón trabajó un poco más y la construyó con maderas y clavos. El mayor se hizo una bonita casa con ladrillos y cemento. 




Pasó por aquel valle el lobo feroz, que era un animal malo. Al ver al más pequeño de los tres cerditos, decidió capturarlo y comenzó a perseguirle. El juguetón y rosado cerdito se refugió en su casa temblando de miedo. El lobo, al ver la casa de cañas y paja, comenzó a reírse. 

- ¡Ja, ja! Esto no podrá impedir que te agarre -gritaba el lobo mientras llenaba sus pulmones de aire. 

El lobo comenzó a soplar con tanta fuerza que las cañas y la paja salieron por los aires. Al ver esto, el pequeño corrió hasta la casa de su hermano, el violinista. Como era una casa de madera, se sentían seguros creyendo que el lobo no podría hacer nada contra ellos. 


- ¡Ja, ja! Esto tampoco podrá impedir que os agarre, pequeños -volvió a gritar el malvado lobo. 

De nuevo llenó sus pulmones de aire y resopló con todas sus fuerzas. Todas las maderas salieron por los aires, mientras los dos cerditos huyeron muy deprisa a casa de su hermano mayor. 


- No os preocupéis, aquí estais seguros. Esta casa es fuerte, He trabajado mucho en ella -afirmó el mayor. 

El lobo se colocó ante la casa y llenó, una vez más, sus pulmones. Sopló y resopló, pero la casa ni se movió. Volvió a hinchar sus pulmones hasta estar muy colorado y luego resopló con todas sus fuerzas, pero no logró mover ni un solo ladrillo. 


Desde dentro de la casa se podía escuchar cómo cantaban los cerditos: 

- ¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz?

Esta canción enfureció muchísimo al lobo, que volvió a llenar sus pulmones y sus carrillos de aire y a soplar hasta quedar extenuado. Los cerditos reían dentro de la casa, tanto que el lobo se puso muy rojo de enfadado que estaba. 


Fue entonces cuando, al malvado animal, se le ocurrió una idea: entraría por el único agujero de la casa que no estaba cerrado, por la chimenea. Cuando subía por el tejado los dos pequeños tenían mucho miedo, pero el hermano mayor les dijo que no se preocuparan, que darían una gran lección al lobo. Pusieron mucha leña en la chimenea y le prendieron fuego. Así consigueron que el lobo huyera. Los cerditos aprendieron después de esta aventura que: 

ES IMPORTANTE HACER EL TRABAJO CON AFICION, SI DESEAS SALIR DE UNA DIFICIL SITUACION. 

Caperucita roja


    Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
    Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.






    Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...
    De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.




- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.
- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
    Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.




    Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.
    El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.




    La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.
- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.




    Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.


    El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
    Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar.




 Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.     
    En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.
FIN

viernes, 14 de junio de 2013

La Bella Durmiente

Érase una vez... una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó, desgraciadamente, de invitar a la más malvada. A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo despechada: "¡A los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás!"







 Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al pincharse en vez de morir, la muchacha permanecería dormida durante cien años y solo el beso de un joven príncipe la despertaría de su profundo sueño. 







Pasaron los años y la princesita se convirtió en la muchacha más hermosa del reino. El rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar. "No es fácil hilar la lana", le dijo la sirvienta. "Mas si tienes paciencia te enseñaré.




" La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta. Médicos y magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el maleficio. El hada buena sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar a su amiga la reina. 






La encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la princesa. "¡No morirá! ¡Puedes estar segura!" la consoló, "Solo que por cien años ella dormirá" La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó: "¡Oh, si yo pudiera dormir!" Entonces, el hada buena pensó: 'Si con un encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar encontraría a todos sus seres queridos a su entorno.' La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron. " ¡Dormid tranquilos! Volveré dentro de cien años para vuestro despertar." dijo el hada echando un último vistazo al castillo, ahora inmerso en un profundo sueño. 




En el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer como por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo. Pero al término del siglo, un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. 



Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio... Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos, Luego se tranquilizó al comprobar que solo estaban dormidos. "¡Despertad! ¡Despertad!", chilló una y otra vez, pero en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. 








Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó... Con aquel beso, de pronto la muchacha se desemperezó y abrió los ojos, despertando del largísimo sueño. 


Al ver frente a sí al príncipe, murmuró: ¡Por fin habéis llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado." El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. 





Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres risas con motivo de la boda. 

                                                                                  FIN                                                                          


martes, 11 de junio de 2013

Cenicienta

Había una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.


El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.




Junto con realizarse la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiarles a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera payasa  mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.






La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.






Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.







-Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.

-Yo, dijo la menor, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.

Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.

-Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.

Otra que Cenicienta les habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección.







Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo.

Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.






-Me gustaría... me gustaría...

Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:

-¿Te gustaría ir al baile, no es cierto?

-¡Ay, sí!, -dijo Cenicienta suspirando.

-¡Bueno, te portarás bien!, -dijo su madrina-, yo te haré ir.

La llevó a su cuarto y le dijo:

-Ve al jardín y tráeme una calabaza.




Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar cómo este zapato podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el zapato se convirtió en un bello carruaje todo dorado.



En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. Le dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris ratón. Como no encontraba con qué hacer un cochero:

-Voy a ver -dijo Cenicienta-, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero.

-Tienes razón, -dijo su madrina-, anda a ver.






Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le dijo:

-Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.

Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta:

-Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada?

-Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?

Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo.







Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en calabaza, sus caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad.





El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor:

-¡Ah, qué hermosa es!



El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un motivo más de admiración.



Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once y tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa.



Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir.

-¡Cómo habéis tardado en volver! -les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se separaron.

-Si hubieras ido al baile -le dijo una de las hermanas-, no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones.

Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:

-¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días.

-Verdaderamente -dijo la señorita Javotte-, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo Culocenizón... tendría que estar loca.



Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido.

Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía que no eran ni las once. Se levantó y salió corriendo, ligera como una gacela. El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo cuidado.



Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas, igual a la que se le había caído.

Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita.

Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama. Dijeron que sí, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. Y era verdad, pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.


Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo:

-¿Puedo probar si a mí me calza?

Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. El gentilhombre que probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida.

Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la madrina que, habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los anteriores.

Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían infligido. Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran.

Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. Él la encontró más bella que nunca, y pocos días después se casaron. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.




                                                                           FIN







lunes, 10 de junio de 2013

BLANCANIEVES

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían  del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fuero a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco y ella pensó ``Ah, si pudiera tener una hija que fuera blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de este ventanal ´´. No mucho tiempo después le nació una niña  que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro coma la madera de ébano; y por eso le pusieron de nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la reina.



Un año más tarde, el rey volvió a casarse. La nueva reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso y cada veza que se miraba en el le preguntaba:``Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién de este país es las más hermosa?´´. Y el espejo le contestaba, invariablemente: ``Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país´´.







La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz de día, y mucho más que la misma Reina. Al preguntar la Reina un día al espejo: ``Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién de este país es las más hermosa?´´. Respondió el espejo: ``Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces mas bella´´. Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía  a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella, y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante en reposo,de día ni de noche.Finalmente llamo un día a un cazador y le dijo:
-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás su corazón.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:
-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:
-¡Márchate entonces, pobrecilla!
Y pensó: "No tardarán las fieras en devorarte".



Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves. 
La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.






Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. 





Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.


Dijo el primero:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién ha comido de mi platito?
El tercero:
-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién ha comido de mi verdurita?
El quinto:
-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?
El sexto:
-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
Y el séptimo:
-¿Quién ha bebido de mi vasito?
Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:
-¿Quién se ha subido en mi camita?
Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:
-¡Alguien estuvo echado en la mía!







Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.
-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa!
Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.
Dijeron los enanos:
-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.
-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó con ellos.



A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:
-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!
La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".




La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.
Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:
-¡Vendo cosas buenas y bonitas!
Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:
-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?
-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.
"Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer", pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.
-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.
Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.






Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.
La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo, como la vez anterior:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".
Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.
-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida!
Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura.


Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:
-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.
-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.
-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.
-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.
La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:
-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.






Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Le respondió el espejo, al fin:
"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".
Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:
-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: "Princesa Blancanieves". Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.





Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:
-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.
Pero los enanos contestaron:
-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.
-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.






Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?
Y el príncipe le respondió, loco de alegría:
-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:
-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.
Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.
A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella".
La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.


FIN